Estábamos cenando, ya tarde de la noche, después de un viaje en automóvil desde la capital. Sentados todos a la mesa, conversábamos con la familia X, sobre cosas diversas.

Estaban allí también acompañándonos dos viejos amigos, Eduardo y Juan Manuel.

Había ya terminado la cena pero seguíamos charlando. De pronto, en un momento de silencio de los que suelen presentarse en todas las conversaciones, dijo Don Pedro, el dueño de la casa.

—¿No sabe, compadre, que ha vuelto a salir aquí La Tepesa? En estas noches la oyeron en el patio de Don Higinio o el del Dr. Franco; y Chiche Mora le hizo un disparo. Después la oyeron que se fue, quejándose y pujando, quebrada abajo.

—¿La Tepesa en estos tiempos? —dije yo riéndome de la

ocurrencia del compadre y creyendo, desde luego, que estaba bromeando. Pero dijo, al punto, Ño Juan Manuel:

—No se ría, capitán, que es verdá lo que le ha dicho Don

Pedro.

— Yo no creo esas cosas — respondí.

—Pues yo oí la Tepesa una vej —insistió el viejo Juan Manuel—.

Mejor dicho doj vece. Le he oído los pujíos y también la he oído llorando mi muchacho chiquito. Cuando yo tenía treceañoj; me llevaron a Tonosí a vender en una tienda de mi tío. Yo dormía en el rancho grande aonde estaban el alambique, el trapiche y la cocina, un rancho grande de treinta varaj, cercao con palma de escoba. Yo dormía en una jamaca y estaba cara pal cañal, como a las once da la noche, cuando oí un pujío y después otro y otro; y enseguida un sollozo como de muchacho chiquito: “pum, pum, pum, ñoé, ñoé”. Los perros latían y corrían de un lao

pal otro adentro del rancho, pero ninguno salió. A mí me dio mucho miedo y me arropé de pie a cabeza. Al día siguiente todo el mundo hablaba de La Tepesa: que había estao por ahí, pujando y llorando.

 

“Después, ya hombrecito, estaba yo una noche en el rancho aonde dormíamos yo y un cubano que llamábamos Cuba y que había ido a hacer un horno de quemar cal en las caleras de Ño Tomasito. Salí yo a orinal. La noche taba clarita como el día. En

eso pujó La Tepesa, verbi gracia, como allá a la esquina de Santiago el tuerto, en un palo de espavé grande que había al pie del rancho.

“—Caballero, ¿que é eso? —dijo Cuba, temblando del susto.

“—Es la Tepesa —le dije yo.

“—¿Y eso qué é ?

 

“Entonces le expliqué yo que la Tepesa es un espíritu, el ánima de una mujer que mató a su hijo recién nacido y que Dios la castigó poniéndole la penitencia de andar por el mundo gimiendo y llorando, buscando en vano el hijo perdido. “Te pesa y te

pesará, hasta el día del Juicio”, le dijo una voz del cielo y por eso la llaman Tepesa. Pasó un rato. Cuba estaba muerto de miedo, arropao de pie a cabeza y yo, aunque un poco temeroso, salí, aprovechando que la Tepesa se había callao, porque tenía una mujercita por ahí cerca y quería dormí con ella esa noche. “Ya iba yo llegando al rancho de Rosita, que así se llamaba ella. En la contracerca del rancho había un palo de guayabo. Yo me agarré del palo pa meterme adentro, cuando me sollozó

la Tepesa arriba del palo. Del susto di un brinco y quedé adentro. Casi rompo la puerta del rancho con la cabeza y no vi ni la escalera de guarumo pa treparme al catre; me agarré de la cadena, del rancho, me solivié y quedé en el catre con Rosita, temblando y apretao con ella. Una tía de Rosita que taba también durmiendo ahí, me dijo: “¡Cómo se ha visto con la Tepesa, blanco! Taba arriba der guayabo”.

Hubo un momento de silencio, silencio profundo de alta noche interiorana. El pueblo ya dormía. Atrás se extendía el patio espacioso, lleno de frondosos árboles y de la oscuridad de la noche. Parece mentira, pero a pesar de la educación y de la certeza de lo fantástico y absurdo de estas creencias, en ese medio, en las noches calladas y oscuras del campo, al oír relatar esos cuentos que lo hicieron a uno temblar en la niñez, no puede uno sustraerse a un ligero estremecimiento de recelo y a un algo inexplicable como un brote momentáneo de credulidad.

 

—Y una vez —terció Eduardo, que había escuchado en silencio—, el tata de Nieves Vásquez tenía una molienda en el río Perales. Estaban ya todos acostados una noche pero no se habían dormido, cuando oyeron la Tepesa. Uno de los piones que era muy chusco le gritó: “María del Rosario, vení a rezal por el bien que perdiste”. Dicen que se puso tan brava que eso no tenía aguantadero y se venía hasta el mismo real aonde estaba la gente, sollozando y pujando. Los perroj gemían, con el rabo entre las piernaj, y se metían debajo de las jamacas y los catres de los piones, hasta que tuvo el señor Claudio que rezal la magnífica… Entonces la oyeron dir río abajo.

 

—Y una señora que llamaban la Fufa la vió aquí mismo en el pueblo, en la isla —añadió Don Pedro, que era quien había iniciado la conversación sobre este tema—Dice que la vió una madrugadita, antes de llegar a la quebrada; que es chiquita como del tamaño de una muchachita de cinco años y muy moñona, que le arrastraba el pelo; y que tiene la cara como un colador. Ahí quedaron las huellas, a la orilla de la quebrada. Fufa llamó gente para que fueran a verlas. Camina con los talones para adelante. La Fufa dicen que es la única persona que la ha visto; pero se enfermó del tiro y cogió cama por tres días. “Pero la Tepesa casi nunca camina. Ella andaba siempre por los aires y se le oye siempre en algún árbol, de preferencia a la orilla de las quebradas y los ríos porque dicen que ella mató al hijo echándolo al río donde la criatura se ahogó. Nadie sabe exactamente cuándo pasó esto. Unos dicen que fue en tiempo de los indios, antes de que vinieran los españoles. Otros dicen que fue una india que tuvo un hijo con un español y que para ocultar su vergüenza, ante los de su raza, hizo ese enorme sacrificio.

Pero la verdad es que la Tepesa sí existe y todavía sale, aunque ya en  los pueblos haya luz eléctrica y automóviles. Ya verá, pues, que en estos días volvió a salir y hubo una alarma grandísima en el pueblo”. Todos los presentes asintieron. Era verdad que hacía poco tiempo se habían oído unos gemidos y sollozos una noche, todavía temprano, en un patio en lugar céntrico de la población y que la gente los habían identificado con los de la tradicional Tepesa. Era verdad que los gemidos y el llanto parecían venir de lo alto de un frondoso árbol de mamón y que alguien había hecho un disparo al bulto; y que después, en otra sección del pueblo, cerca de la quebrada que lo rodea, se oyó de nuevo la Tepesa y luego más lejos y más lejos, hasta perderse en la distancia. Yo me quedé sonriendo, entre crédulo y burlón, pero guardé silencio. Hablamos de otras cosas y, como era ya tarde, pronto nos despedimos para entregarnos al sueño.